He visto hace poco la obra Sócrates, juicio y muerte de un ciudadano. Llevé a unos amigos, siempre temeroso de que les pareciese un tanto plúmbea, ya se sabe que cuando se comienza a hablar de filosofía, el personal encuentra urgencias inaplazables.
Pero no. Resulta milagroso que se consiga una obra que habla
de filosofía moral y política durante más de 90 minutos y que el teatro aplauda
unánimemente.
No hay sorpresas, creo que todos nos sabíamos la historia y
casi el texto, para algo habían de servir las lecciones de Filosofía, esa
inútil carga horaria que ahora será convenientemente sustituida gracias a Wert
y sus palmeros.
Vayamos por partes. Los actores. Singularmente, el actor,
José María Pou. Inmenso en todos los sentidos. Es un actor de gran tamaño que
hace una interpretación superlativa, de palabras y de silencios cuando toca, de
escuchar para dar la réplica con argumentos. Sócrates/Pou no es un iluminado ni
un ocurrente, sino un razonador, un tipo que prefiere la argumentación al insulto
contra el otro, a la falacia ad hominem
o a las verdades a medias (esa variante venenosísima de la mentira). Cuando ya
sólo imaginas a Sócrates con los rasgos de Pou, es que te ha convencido.
El resto de actores está correcto, pero tienen poco papel,
apenas unos minutos de los acusadores Ánito y Meleto y un monólogo en el patio
de butacas de Jantipa (Amparo Pamplona), que no a todos gusta, pero a mí sí: la
mujer de Sócrates pone los pies en el suelo y habla de comida, de sus hijos, explicita
las dudas que tiene y lo mal que se llevan las virtudes morales con las
necesidades materiales.
Hay continuas referencias a Aristófanes y sus burlas
envenenadas, en las que se presenta a Sócrates como a un sofista más. Sin
embargo, muy poco de estos sofistas, que son esenciales para entender la
polémica de la época: ¿existe la justicia y las demás virtudes o sólo son algo
convencional y por lo tanto relativo? Ya sabemos que Sócrates apostó por lo
primero y casi todo el mundo por lo segundo. Ya sabemos que Platón desarrolló
las tesis del maestro en su Teoría de las Ideas. Por cierto, a mi juicio,
Platón es el gran ausente, se le menciona… y adiós. No olvidemos que casi todo
lo que sabemos de Sócrates es por Platón, y que a decir de éste (algunos lo ponen
en duda) asistió y narró sus últimas horas en la Apología de Sócrates, de la que toma este texto muchísima
información, casi todo si no recuerdo mal el diálogo platónico.
Creo que a la gente le llega esta obra no sólo por la
magnífica interpretación, sino por su actualísimo mensaje. Sócrates es el
ciudadano, el coherente, el que no huyó, el que no quiso beneficiarse
bastardamente de sus conocidos e influencias. Sócrates es el que habló de la
Justicia, de la Verdad, de la Bondad. El que no se dejó corromper ni en su vida
pública ni en su vida privada. Pero todos los que estábamos allí llevamos demasiado
tiempo escuchando milongas mistificadoras de político acomodaticio, palabritas
de papel de fumar con aspecto imponente para trincar en nombre de ellas hasta
las pelusas de los fondos públicos.
Entendemos a Sócrates porque echamos de menos a gente como
él.
No sé si ése es el Sócrates histórico, poco me importa.
Sócrates es un arquetipo, un modelo o una idea regulativa, si se me permite la
pedantería. Y por eso el público del teatro se levantó y aplaudió: a Pou y a la
idea de Sócrates que se nos puso delante.