Trabajé en un hipermercado antes de dedicarme a la enseñanza. Poco tiempo y hace muchos años. Pero la impronta no se ha borrado. Sigo observando la geometría militarizada de las baldas, las ofertas no siempre transparentes, las luces y la música ambiental.
Me molesta el descuido de algunos empleados. Comprendo que están mal pagados, pero en el momento en que te están atendiendo son la imagen de la empresa, la marca. Un buen profesional atrae clientes del mismo modo que el malencarado, ineficaz o grosero los repele. Los jefes deberían tener esto muy en cuenta a la hora de repartir mejoras salariales, horarios y palmaditas en la espalda.
No es tolerable que una cajera de una gran superficie se
demore más de diez minutos para hacer un descuento del 30%... ¡de 100 €! Tampoco
lo es que en el híper donde compro a veces tenga que reclamar cuatro de cada
cinco veces porque algún precio cobrado no coincide con el expuesto en el
interior de la tienda. Ni que en un supermercado me encuentre habitualmente
yogures caducados. Tampoco es de recibo que en una tienda de productos
electrónicos anuncien como gran oferta un cacharro cuyo precio maravilloso es
de 89 €, mientras que el anterior era… de 79. Descuidos en la mayor parte de
los casos, no diré que mala fe. Y escasez de personal. Pero la imagen es
penosa, de desgana, de que todo vale con tal de obtener la próxima (¿y última?)
venta. Creo que es un error enfocar así el negocio.
Todos cometemos muchos errores en el trabajo, desde luego. No
me excluyo. Noto que incurro en algunos que no cometía antes desde que tengo
más horas de clase, más grupos, más alumnos y muchísimo más papeleo. No llego. Por lo tanto, entiendo que los
fallos crezcan. Lo que no admito es que nadie haga nada por evitarlo; incluso
que los implicados no hagamos lo posible por minimizarlos.
Por otro lado, me admiran sobremanera los otros
profesionales, ésos que saben y que saben hacer. A menudo llevan en los
surcos del rostro un cansancio de años en el que se mezcla un horario del siglo
XIX y una retribución que más que sueldo habría que llamar limosna. Pero ahí
están: eficaces, educados, dignos, siempre con un gesto amable, dispuestos a
ayudar, a vender bien, a no engañar, a tratar al cliente como una persona y no
como un monedero. Me parecen magníficos profesionales ésos que no te apresuran,
que quieren que salgas contento de su tienda o con su marca, que no les importa
que te vayas sin comprar: ya volverás. Y siento que el agrado por la buena
educación recibida se mezcla con un sentimiento de rabia por tener que
disculparse a causa de errores que no les son atribuibles.
Comprar es también un acto social. Lo que hay delante no son productos, sino
personas. Merecen buen trato. Cualquiera de nosotros compra rápidamente, ni
siquiera da las gracias, se vuelve a casa a gozar del fútbol y la cerveza…
mientras a ellos aún les quedan unas cuantas horas de trabajo intenso, a veces
en domingo, festivos.
Alguna vez el cliente satisfecho debería llamar al encargado
para informarle del excelente trabajador que tiene. Es de justicia.