Dice su etimología que ‘método’ proviene del griego y que
quiere decir camino. Es decir, un método es un procedimiento más o menos
reglado de acceso a algún conocimiento o habilidad.
Cuando empecé a trabajar de profesor, el primer año, tenía 35
horas de clase, más el internado, pues se trataba de un cole exclusivo (sólo en el precio, doy fe, el
último lugar al que llevaría a mi hijo a estudiar). El método que utilizaba
allí era el de sobrevivir a la explotación laboral, al incompetente jefe de
estudios, al negrero dueño (no puede llamársele director, no tenía estudios) y
a su señora, cuya ignorancia en cualquier campo era oceánica, pese a que
asistía a las reuniones y se permitía hacernos indicaciones didácticas. Según
ella, era miembro del staff docente…
Estuve poco más de un año y me fui al amparo de una
interinidad que me permitió ser profesor y no empleado, tener autonomía y
respeto por mí mismo y por mi trabajo.
En mi primer instituto público me trataron bien, los
estudiantes eran estupendos. Eran estudiantes. El método…, muy raro, muy moderno.
No me sentí cómodo, pero mis compañeros más antiguos insistían en él y
no quise batallar: era del tipo de “Filosofía para niños” y ese tipo de cosas.
Después hubo de todo, años en que me moví con libertad en el
aula y otros en los que circunstancias o compañeros más ortodoxos que yo me obligaron a procedimientos con los que
no estaba muy a gusto. Recuerdo una fan del Philips 66 (siempre pensé en el
Anticristo) y también a otros militantes de diversos métodos de ésos que rozan lo
religioso. Lo digo por lo de la fe, la liturgia, los libros sagrados…
La experiencia me dio criterio y empecé a ser consciente de la
heterodoxia didáctica. Y, sobre todo, llegué a la conclusión de que la
educación es un arte borroso, hecho de conocimientos y buenas intenciones, de
deber y estrategias, de experiencia y un sólido acervo de conocimientos. Pero no es una ciencia. Lo siento, pero no es una ciencia,
pese a lo que digan puristas y descubridores de todo método definitivo y salvador. No es una
ciencia, a menos que con eso quieran referirse a un saber que se quiere riguroso,
no arbitrario y que pueda argumentar sus propuestas.
Últimamente escucho (es un decir) a mucho gurú predicar cosas
como el currículum cero, la gamificación, la flipped classroom, la distribución proactiva del aula, la inteligencia
emocional como remedio a todos los males y demás ungüentos amarillos (mi abuela
dixit). Algunos dicen verdaderas
gilipolleces, fruto de lo atrevida que es la ignorancia, esto es, de que no se
ha pisado un aula de secundaria obligatoria desde que se abandonó el instituto.
También hay quien da consejos atinados, fruto de la reflexión, la experiencia y
el sentido común. Y del realismo, porque en educación hacen falta quintales de
realismo. Son pocos, insuficientes, de inconsciente valentía.
Tengo compañeros que me cuentan historias para no dormir
mientras el pedagogo de turno sigue ahí, dale que te pego con la matraca,
culpabilizando, insistiendo que con su
método se arreglarían las cosas. Yo, cuando me dicen algo así, los invito a
mi clase. El año pasado vino la orientadora que teníamos, iba a comenzar una
serie de sesiones con ellos en la tutoría… No volvió. Me quedé sólo ante el
peligro. Hice lo que pude.
A la de este curso directamente la ignoro. Su fundamentalismo
es tan grande como su ignorancia de la realidad. Y digo esto con dolor, porque
en toda mi vida académica sólo dos orientadores me han ayudado, J. y E.,
siempre al pie del cañón, siempre dispuestos a echar una mano con los casos más
difíciles, sin pretender que la realidad se acomode a sus platónicas teorías de
otro mundo. Ojalá hubiera más como ellos y no como ésos que sólo salen de su
escondrijo para culpar al profesorado o enterrarlo en un montón de papeles
inútiles. Su irrelevancia es menor que su peligro.
Son muchos años con muchos métodos, con muchos tipos de
alumnos, con muchos institutos en lugares que nada tienen que ver entre sí. Y,
como he puesto este curso en la programación, se trata de ajustar la materia a
lo que tenemos, al número indecente de alumnos por aula y por profesor, a
materias que tienen ¡una hora a la semana!, a una ley movediza y
novata. Eso no es muy científico, pues no. Yo hago lo que puedo, lo que sé, con
todo el entusiasmo de que soy capaz (no es poco, no soy ningún escaqueado, al
contrario: me dejo la piel y la salud), pero la educación no es una ciencia, lo
repito: es un arte. Cualquiera que pretenda hacer ciencia de lo que no lo es se
engaña y nos engaña. Y es un peligro.
Coda: mientras repaso el post estoy recordando a un compañero
de Lengua, mi primer curso como profesor (hace tanto…). Me dio el mejor curso
de pedagogía que he recibido: 1. La clase no es democrática y el que la dirige
eres tú. 2. Prepara bien las clases. 3. Trata a tus alumnos con equidad y
justicia, lo que no quiere decir que seas blando ni duro, sino que trates a
todos con el mismo criterio. Después de estos tres elementales consejos, todo
lo demás me suena a chino mandarín.