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sábado, 27 de marzo de 2010

SILENCIOS

"La escritura nace de la imposibilidad de la palabra, de su dificultad, de sus límites, de su fracaso. De lo que no se puede decir. Ese imposible que se lleva en uno mismo. Ese imposible que uno mismo es. (...) Hay que escribir aquello que no se puede hablar"

André Comte-Sponville: Impromptus



Silencios hay de muchos tipos. Algunos son terribles.

Un día te despiertas por la mañana y no hay nadie a tu lado. A partir de entonces vas a dormir en el mismo lado de la cama, sin ocupar un espacio cuyo dueño es el silencio. Ese tono de voz, esa cadencia, se han ido para siempre de tu vida. Te acostumbrarás, claro, pero es como clausurar una habitación para siempre, condenarla a la nada.

El silencio de la noche es polisémico. Alguien respira junto a ti, te levantas y te sientes dueño del descanso de tus hijos, recorres el pasillo, coges un libro. Pero también puedes sentir la inmensidad del universo entre tus labios, lo difícil que se hace respirar. La noche tiene un silencio entonces muy difícil de soportar. Enciendes el móvil. Naturalmente, no ha llamado nadie. El dolor no cabe en tu pecho.

Algunas tardes cojo el coche y me voy al campo. Me siento, abro un libro de poemas y leo. Me suelo olvidar enseguida de las palabras y me abismo en los trigales mecidos por la brisa. Es un silencio que amo, un silencio zen: no estoy allí, el yo desaparece. El aleteo de un pájaro sobresalta ese recogimiento. El tiempo pasa más despacio. Deseo ese silencio terapéutico.

Alguna vez me ha ocurrido, no muchas, no necesitar de las palabras. Me he entendido con la mujer que amaba, nos hemos mirado, nos hemos sonreído. Era de noche, de día, al salir del cine o en medio de una cena, mientras mis ojos la recorrían y podía sentir su piel al otro lado de la mesa. Ese silencio no puede explicarse: es la comunión absoluta, el ser que se hace uno en su multiplicidad, el deseo que no se niega, sino que se concentra para omitir toda palabra innecesaria.

Hay silencios que se transportan, como viejas maletas o cicatrices. Hay silencios frágiles como el cristal. Hay silencios sonoros como una sinfonía de Mozart. Hay silencios veloces y otros lentísimos. Hay silencios que tienen masa.

Hay silencios de domingo por la mañana. Hay silencios de vuelta del trabajo. Silencios de mirarse en el espejo. Silencios de releer palabras que caducaron hace mucho tiempo. Silencios con un mapa entre las manos. Silencios de incomprensión.

Hay silencios como el plomo cayendo sobre la vida. Hay también silencios de colores.

miércoles, 17 de marzo de 2010

WALLANDER

Tras leer uno de los últimos posts de Signos (Estilema, a la derecha), he pensado en lo mucho que me gusta la novela negra. No toda, su vertiente más sangrienta me aburre. Es como la (supuestamente) estupenda película No es país para viejos: me canso de contar cadáveres y parece que el argumento es sólo contable: ¿quién es capaz de acumular más fiambres?

Sin embargo, me fascinan desde que era adolescente las historias con intriga o misterio. Desde Agatha Christie hasta la laberíntica y poliédrica El nombre de la rosa, que por supuesto incluyo en el género. Más tarde llegó G. Simenon, y Arthur Conan Doyle (la mejor introducción a la argumentación lógica).

Recorridos los clásicos, comencé a picotear. Dediqué un tiempo al cínico y vividor Pepe Carvalho, que aún releo con agrado. Por puro azar (una entrevista en un programa de radio) descubrí a los picoletos Bevilacqua y Chamorro, castizos a la vez que postmodernos agentes de la Benemérita envueltos en la sórdida y mezquina realidad humana contemporánea, que por aquí parece aún más ruin y corrupta.

También es de mi cuerda Donna Leon, esa estadounidense que se ha hecho veneciana y ha creado al inspector Brunetti, tan italiano y al mismo tiempo tan prusiano en su sentido del deber: sabe que su tarea sólo parchea un sistema que es corrupto en sí mismo. Hablamos de Italia, bella y creativa, de cimientos carcomidos y normalización de la delincuencia en todas sus variantes. Pese a todo, hermosa.

Recomiendo igualmente al griego y muy escasamente conocido Petros Márkaris, cuya obra, casi inexistente en castellano, muestra a un policía enfrentado a un contexto tan latino como el de España o Italia: incompetencia, desidia, incumplimientos sistemáticos de la ley.

No obstante, mi preferido es Wallander. Kurt Wallander, inspector creado por Henning Mankell. Wallander es un tipo cuarentón, con sobrepeso, problemas de salud en aumento y decreciente autoestima, abandonado por su mujer, incapaz de establecer una nueva relación sentimental. Wallander está sobrepasado por los tiempos, en lo personal y en lo social. Mankell cuenta la historia reciente de Suecia a través de Wallander. Como él, es un proyecto triste y fracasado, hecho de planificación y buenos propósitos, de orden y sensatez. Pero, como el policía, ha derivado en problemas, alcoholismo, falta de rumbo social y sentimental. Suecia y Wallander están a la deriva (también esto lo vemos en las novelas de Stieg Larsson y de Asa Larsson: imprescindibles).

Wallander añora una Suecia idílica que tal vez no existió nunca, pero todos creíamos que era así. Wallander parece un héroe absurdo (tal y como Albert Camus entiende esta expresión): alguien que conoce el absurdo de la existencia y que, no obstante, no se rinde, sube de nuevo la roca a la montaña, consciente de que es en vano. Wallander no se rinde en una batalla que está perdida de antemano. Su lucha es épica porque es ética, porque no claudica, al menos no siempre, no del todo; porque sigue asombrándole la violencia sin objetivo de dos adolescentes que matan a un taxista a martillazos o de unos asesinos que se ensañan con ancianos por placer. Reconocemos la historia: no es verdadera, pero es verídica.

Wallander ha decidido plantar sus pies en el deber. Y no ceder. Probablemente no sabrá quién es Kant, ni ha leído la Fundamentación de la Metafísica de las Costumbres. No le hace falta. Pero es el último muro de contención frente a los embates de la barbarie y el sinsentido. Probablemente los suecos eran previsibles y aburridos, pero esa brutalidad actual, sistemática y enquistada no es asumible más que en las novelas. Y no siempre: la lectura de los libros de Mankell te deja devastado. Porque sabe lo que es la condición humana, ese software de bestia parda con brotes de grandeza. Mankell sabe que Rousseau era un estúpido ignorante, miope e iluso; sabe que -para desgracia de todos- Hobbes tenía razón y el hombre es un lobo para el hombre, en España, en Andorra y en Suecia. Más aún, no imaginamos a los lobos en semejantes rapiñas.

Pero Mankell, como Wallander, no arroja la toalla ni busca tan sólo que alguien ponga en su mano los derechos de autor o el sueldo de funcionario. Como los otros polis de ficción, su lectura hace que se sostenga la esperanza. Algunos dirán que, precisamente, es porque son héroes de ficción. Sí.

martes, 9 de marzo de 2010

ROMÁN DE LA CALLE

Román de la Calle fue mi profesor en dos ocasiones: en 1º y en 4º de carrera. Daba Estética, era el catedrático. Román impartía clase en 1º a un grupo de alumnos que no elegimos Latín ni Griego, en mi caso porque venía de un bachillerato de ciencias, no porque tuviera especial interés en la Teoría de la Comunicación Artística, que es como se llamaba pomposamente la asignatura. La Facultad de Filosofía y Letras estaba saturada, por lo que Román daba clase en la capilla, tras el altar. Como era muy teatrero en sus formas, sus lecciones tenían algo de iniciático y sobrenatural.

Era un tipo duro y serio. Retomaba siempre la clase anterior (en lo que empleaba más tiempo que en la clase retomada) y no daba tregua en lo que se refiere al nivel académico. Allí escuché por primera vez los nombres de McLuhan, Benedetto Croce, Umberto Eco, etc. Solía decir frases como éstas: “El libro Apocalípticos e integrados, que todos ustedes han leído…”, “La estética hegeliana, que todos ustedes conocen…”. Y nosotros, que ni habíamos leído tal libro ni conocíamos tal estética, a casa con la depresión a cuestas. Pero tenía razón: la filosofía no es un pasatiempo en el que cada uno dice lo que le parece, sino una actividad crítica y reflexiva que requiere lecturas, análisis y mucho tiempo. Mucho. Nada de ocurrencias: pensamientos.

Cierto día, alguien le indicó que sus clases eran muy difíciles, que no conocíamos los libros y autores de los que nos hablaba. Él nos miró largamente y nos dijo una frase que no he olvidado: “Lean, lean ustedes hasta quemarse los ojos”. Eso hice. Durante años me impuse la disciplina de leer entre 50 y 80 páginas diarias, de lo que fuera, novela, ensayo, poesía… No siempre he podido, pero la disciplina ha derivado en costumbre. Naturalmente, en poco tiempo necesité gafas. Y esa misma frase se la digo a mis alumnos de Bachillerato, que me miran con apatía y desdén.

El primer examen de la carrera lo hicimos con él. Fue el 25 de febrero de 1981. Sí, dos días después de aquello. Pensamos que el examen se aplazaría, pero no fue así. Román de la Calle no encontró motivo. También les cuento eso a mis alumnos cuando me dicen que posponga un examen porque no han estudiado: “A mí no me lo aplazaron por un golpe de estado, así que comprenderéis que lo vuestro es un argumento muy endeble”.

Hoy he visto a Román de la Calle en televisión. Era el director del Museo de la Ilustración y la Modernidad de Valencia. Ha dimitido porque se había ordenado la retirada (o sea, la censura) de unas fotos relacionadas con el caso Gürtel. Lo he visto serio, digno, pero no crispado. Sigue usted dando clase de verdad, auténtico magisterio.

Yo sólo puedo felicitarle por su decisión y mandarle un abrazo, aunque únicamente soy un mediocre alumno al que tanto enseñó usted, que tanto le debe. Gracias por todo, maestro.

lunes, 1 de marzo de 2010

ESTAMBUL


"Sabía que tenía en su corazón un deseo racional de caer enloquecidamente enamorado de ella".
                                                                                                                                 
                                                                                                                                   Orhan Pamuk: Nieve

Hace unos días que volví de Estambul. Aún estoy resacoso, con ese leve malestar que no es más que un desajuste a la realidad. Quiero volver a sus calles.

Miro las fotografías que hice. Recuerdo la gente con la que estuve. La mayor parte de ellos compañeros de trabajo, pero en otro contexto; los mismos pero distintos. Se descubren en estos casos afinidades que sorprenden: con algunos quieres ver mezquitas, paisajes, el devenir del mar y la vida en sus orillas. Su ritmo es el tuyo, ven casi lo mismo, quieren detenerse morosamente en el mismo azulejo que tú, en la calle que nadie más mira.

Estambul es una ciudad de sensaciones. No se puede comparar con nada porque no se parece a nada. Es una urbe de sensaciones elementales y también de vivencias intensas. Hay que aspirar el aire y conservar para siempre el aroma de las especias, la sal y las algas que el Bósforo tatuará en la memoria. Hay que mirar los colores de los mercados, de los escaparates inverosímiles. Hay que contemplar el atardecer desde la Torre Gálata. Hay que escuchar el encadenamiento sonoro de ese idioma críptico.

Hay que dejar que la gente hable, que te hable. En un bar del barrio de Galatasaray el dueño y camarero nos dijo que amaba la poesía española: García Lorca, Aleixandre, Rubén Darío. Añadió: “Los jóvenes deben leer poesía”. Yo pensé: si leyeran algo, no sería poesía. Después de cenar volvimos: mojitos y whisky. Hablamos más. Se interesó por poetas actuales, tomó nota. Yo le dije que me gustaba Orhan Pamuk (no conozco más autores de ese país). “Sí, está bien, pero hay otros que no tienen el premio Nobel, que son mejores”. Habló de un anciano de 83 años, apuntó su nombre y me tendió el papel. Es Yasar Kemal, y estoy leyendo El halcón; ignoro si tiene más libros en español. No puedo concebir esta conversación en Madrid.

También vi cosas que no me gustaron. Vi niños limpiando zapatos por las calles. No es una imagen romántica, es una tradición intolerable que habrá que desterrar algún día; pronto. Vi mujeres con la cabeza cubierta, algunas casi invisibles. Las miré, con educación y disimulo, desde luego. Y vi belleza, ojos tristes, capacidad de sonreír, facciones armoniosas. Pensé que ocultar todo eso sí es blasfemo. Privar al mundo de un don de Dios es despreciar ese regalo. Honrar a Alá es también decirle ésta es tu obra. ¿Qué tienen de malo el pelo, la risa y el lápiz de labios?

Me hacía gracia la llamada a la oración. Varias veces al día, como una banda sonora. Pero eso sólo es porque soy un turista; aquí me molestan las campanas, invadiendo mi paz y mi vida cotidiana obligatoriamente. También me pareció divertido ver a mis compañeras de trabajo con pañuelo en la cabeza, pero es por la misma razón: no tiene fundamento más allá de las obligaciones de los de siempre y ellas volverán a su aspecto habitual. Me gusta su pelo, su risa y su piel, que me miren a los ojos, la deliciosa confusión que se produce entre iguales tan distintos.

Tengo algunas mezquitas instaladas desordenadamente entre mis neuronas. Recuerdo el sabor del kebap, el frío de la noche de febrero y la omnipresencia de Atatürk. No olvidaré el recorrido que hicimos por los barrios griego y judío, el Estambul que no visitan los tur
istas, las casas que se derrumban, la bolsa de basura que sobrevoló nuestras cabezas, la señora que bajaba cosas a la calle con una cesta y una cuerda. Las calles llenas de gente que va a comprar, regenta su negocio o simplemente habla.

A la vuelta perdieron mi maleta. Con la hoja que llevaba escrito el nombre de Yasar Kemal. Un día después la recuperé: la ropa tenía el frío y la humedad de Estambul. Creí recobrar el aroma de las especias, pero seguramente fue una trampa de la memoria y del deseo. Dos días después volví a ver Hamam, una maravillosa película que me hizo regresar durante muchos minutos.

Estoy recordando, viendo fotografías. Tengo la peor de las resacas, y no es de raki: es la enfermedad de la melancolía, el deseo de volver, de hablar de entonces. Pues ¿de qué vale todo esto si no hay nadie con quien hablar, alguien a quien contarlo, alguien con quien recordar?