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martes, 27 de octubre de 2015

CONSTELACIONES

Nunca he hecho un post sobre teatro. Seguramente es porque no es un género con el que me sienta como en casa. Soy tardío en esto. En la ciudad en la que vivía antes, cuando era más joven, había poco teatro, era caro y estaba lejos. O será que mis posibles eran escasamente posibles.

Desde que vivo cerca de Madrid voy cada año a tres o cuatro obras, a las que debo añadir otras tantas en la ciudad en la que vivo. Me suelen gustar, aunque soy animal de sala de cine, a la que no falto ninguna semana (más las pelis que veo en casa).

Pido perdón, por lo tanto, porque no soy un entendido, sólo un modesto aficionado.

De vez en cuando, muy de vez en cuando, mi amiga GreenEyes me llama y nos marcamos algo cultureta. Este domingo nos fuimos a Madrid, al teatro Luchana, en compañía de otra amiga, MJ. Constelaciones se titula la obra que vimos.

La sala era empinada, de poca gente, con el escenario allá abajo. Cuando entro a estos locales modernos (la palma se la lleva el Teatro de la Puerta Estrecha: otro día) siempre me acomete un temor: que sea una obra de ésas que hacen participar al público, interactiva la llaman ahora. Pero no, menos mal.

Los actores interpretan a dos personajes, física cuántica ella y apicultor él, que se encuentran y desencuentran frenéticamente, con un ritmo que tiene aires de El día de la marmota, pero que juega con el azar, la casualidad y la causalidad, con esos modelos cosmológicos (recuérdese: ella es física cuántica). Aparece colaborando en el guión un tal Heisenberg… Y también las cuerdas, la mariposa ésa que aletea en Hong-Kong y que hace que alguien al otro lado del mundo pergeñe la teoría del caos. Ciencia dura que se ha sabido transformar en comedia. O no tan comedia.

Los actores hablan deprisa, demasiado deprisa. Me cuesta entrar en la obra. Pero cuando lo hago es para siempre. He bajado al escenario y he estado con ellos. Porque su historia de ir y venir, de encontrarse, de hablar sin encontrarse, es la de todos. Siempre insertos en las arenas movedizas del amor, de la soledad, del deseo, del miedo. La vida no tiene brújula y parecemos más gobernados por el azar que por ese viejo sueño de la ciencia: la necesidad. La física teórica contemporánea ha renunciado a ese sueño de la razón, que aquí no produce un monstruo sino una maravilla para el disfrute de todos y para mayor disfrute aún de los que puedan adentrarse en esas maravillas de la física post-relativista.

Los actores son magníficos. Transmiten. Te llevan desde la comedia a la tragedia que constituye toda historia de amor. Casi sin darte cuenta estás sufriendo con ellos tras distintos fulgurantes diálogos que subliman El club de la comedia.

Han recorrido y construido esas constelaciones de la vida, de la probabilidad y del no-ser. Porque el ser precisa el no-ser, pese al horror de Platón y los vanos empeños de Occidente durante tantos siglos.

Salimos a la noche de Madrid. Mañana será lunes. He aplaudido con ganas. Cuatro euros más que el cine. Y había dos actores de verdad, dos personas, nada de hologramas de mentirijillas, actuando tan cerca, cada día de nuevo…

Definitivamente, un regalo maravilloso.





viernes, 23 de octubre de 2015

BOLUDECES XXI: PARA LLORAR

Porque las cebollas son para llorar.

Para llorar es también la rotulación cebollera del Mercadona en el que compro habitualmente. Veamos.

Cebolla nueva malla 1 kg. 1,05. Se tacha el precio antiguo y se pone el nuevo: 1,05. Ofertón.

Cebolla dulce. Esta sigue igual, qué pena, la hubiera comprado rebajada.

Cebolla roja. De 0,99 a 0,99. No sé si podré resistir tan seductor descuento. Con ese ahorro pago la hipoteca.

Pero lo que ya es una tentación a la que sucumbir sin remedio es la malla de 2 kg. de cebolla nueva. Antes a 1,20 y después ¡a 1,30!

Si incluyo la foto es porque sin ella no me creería el bloguerío habitual.

De paso, señor Roig, dueño de la cosa mercadonera (aprovecho para decirle que no soy una dona sino un home, y que también compro en su establecimiento cuyo nombre se ha asumido socialmente sin suficiente perspectiva de género), le pido que tenga más generosidad con sus empleados. Porque lejos de reírme de ellos, los veo trabajar como mulas y atenderme siempre con diligencia y amabilidad. Incluso me llaman “señor”, vaya por Dios. Seguro que sus errores son debidos al exceso de trabajo y no a la voluntad de que los clientes nos hagamos la cebolleta un lío.

Por cierto, compré eso mismo: cebolletas. A 0,85 el manojo de tres. Una delicia.

miércoles, 14 de octubre de 2015

PERSONAL SANITARIO

No han sido pocas las ocasiones, en los últimos meses, en las que he tenido que tratar con personal sanitario. Por asuntos propios o de familiares, que eso no es el objeto de este post.

Médicos (y médicas). Enfermeras (aquí siempre en femenino). Auxiliares (también mujeres, siempre mujeres).

Vaya por delante que no dudo de la competencia profesional de ninguno de ellos. Siempre me ha parecido que sus conocimientos eran los adecuados.  Otra cosa es la comunicación con los pacientes o los familiares de los pacientes. Aquí hay de todo.

Debo citar a un par de médicas de esas que antes se llamaban de cabecera (y que ahora son de atención primaria, vaya por Dios). Ambas profesionales competentes, con años de experiencia, de las que dan atención personal, sin prisas, sin asignar a cada paciente esos 4-5 minutos que les corresponden (por eso no entiendo a los que se indignan por el “retraso” pero reclaman su cuarto de hora, lo que retrasa más aún a los siguientes), sino lo que el caso precise.

También he tenido que tratar con especialistas. Sin que esto que digo tenga valor de ley, cuanto más conocimientos, más modestia. He oído en boca de algunos de ellos frases como “No estamos seguros”, “No puede saberse”, “No hay seguridad en los resultados”, “La medicina no puede ofrecerles garantías”. A otros ni les he llegado a comprender y temo que mis cuitas les han interesado poco, un paciente más, qué digo, un caso más en la vorágine del día a día. Son los que ven enfermedades y no enfermos, los que han confundido la necesaria autoprotección frente al sufrimiento ajeno con la plastificación hasta el retiro. Eso: ojalá se retiren, cuanto antes.

Son esos tipos a los que pareces importunar en su estatus de poder y conocimiento, seres que se arropan con distancia, terminología especializada y soberbia que no sé si esconde ignorancia o simple amargura vital. Son ésos que no acaban de contestarte cuando preguntas, que ni te miran, que no te explican, que no te invitan a sentarte, no te dan la mano, no te miran a los ojos. Son los que emplean el tiempo en rellenar papeles y auscultar el ordenador, pero no son capaces de explicar cómo era el rostro de su enfermo, su expresión, su angustia. Dios haga que les toque pronto la Primitiva y se quiten de enmedio.

No sé qué se podría hacer, siempre oigo eso de que hay que aumentar la educación y la formación, bla, bla, bla. Pero, del mismo modo que hay que dar las gracias a los buenos profesionales, también habría que hacer público este desdén y esas prisas (que, por cierto, no suelen darse cuando hay abundante dinero de por medio en la oportuna consulta privada), y debería tener consecuencias para ellos. Porque la enfermedad es un estado de desvalimiento en el que necesitamos algo más que un sabedor de los mecanismos del cuerpo. Necesitamos algo más que el diosecillo que pasa por la cama del hospital, mira informes, da instrucciones, se sabe rodeado por los mires… y ni siquiera tiene unos segundos para encontrarse con los ojos del enfermo, menos aún con los de los familiares angustiados. 

A ésos les mandaré algún día a mis amigos del lumpen y al primo de zumosol (es metáfora, huelga decirlo). Y a los otros unos cuantos ramos de flores y mi gratitud infinita, ya que no puedo subirles el sueldo. Y ojalá exista Dios y reparta capones, diarrea y caspa torrencial entre los primeros y lo que le plazca al maravilloso grupo de los segundos, los que llenan de sentido y contenido la expresión “Seguridad Social”.  Les pagan lo mismo que a los otros, pero en absoluto son lo mismo.

El cometido del personal sanitario no es precisamente la reparación de simples máquinas llamadas cuerpos. Tal vez no todos vieron la tele ese día en el que Barrio Sésamo explicó la diferencia entre un cuerpo y una persona. Menos mal que algunos, en la clase de Filosofía, sí atendieron cuando el profesor de turno explicó la ética kantiana: deber, autonomía, fin en sí mismo, dignidad.



Para Iris. 
Espero su próxima incorporación al personal sanitario.

sábado, 10 de octubre de 2015

RELEER

Una discusión recurrente entre lectores es la de si leer o releer. Algunos, muchos, dicen que no les gusta releer. Naturalmente, como toda elección es respetable y cada uno hace con su tiempo lo que le parece mejor. Hay quien argumenta que el tiempo de releer se lo quita al de descubrir algún autor o texto nuevos. Correcto, nada que objetar.

Yo quisiera añadir algunos matices. No es un deporte que practique con asiduidad (el de la relectura, claro), pero a veces lo hago. En algunos casos me encuentro con libros que me dicen lo mismo aunque han pasado muchos años. Eso no es en mi opinión un valor. Porque yo he cambiado, pero las páginas se han fosilizado. No sé si me explico bien.

Los clásicos son otra cosa. Se llaman así porque sus mensajes son infinitos, son como las bibliotecas de Borges, los jardines de los senderos que se bifurcan y la fuente inagotable de mensajes. Lee uno demasiado joven o a destiempo el Quijote (o la Odisea, o los Diálogos de Platón…) y no obtendrá más que tedio. Pero los lee y relee, enteros o fragmentos, y cada vez son nuevos, cada vez más fértiles. Cada vez dicen más o algo nuevo.

Además de éstos, hay muchos otros que, sin ser unos clásicos, no son libros kleenex, de los que aguantan una sola lectura. Los leemos a determinada edad, los subrayamos, nos impactan… y años después no lo entendemos. No lo entendemos porque hemos cambiado, porque la identidad  (ejem, qué cosa) que constituye nuestro nombre, nuestro temperamento y nuestra memoria, se ha expandido y reconducido (porque la identidad no es sólida, sino líquida, brumosa) y nos reconocemos -al menos lo que fuimos, no siempre lo que somos- en esos títulos, en esos subrayados lamentables, en esas notas al margen, en las admiraciones ante un párrafo repleto de obviedades o cursi hasta la náusea.

Esas relecturas nos enfrentan a nuestra particular biografía, a nuestros errores y a nuestro aprendizaje. Los que leen un solo libro ni se sonrojan, ni dudan, ni tienen interés en otro mensaje que no sea el canónico. O sea, son un peligro a la vez que la prueba que falsa esa tontuna generalmente repetida como verdadera que consiste en decir que leer nos hace mejores.

Tras la época nórdica (me estoy quitando, CrisC, lo juro, tengo un psi que me ayuda), ando metido en la era Márai. Suelo abrevar en un autor cuando lo que comienzo a leer me gusta. He terminado ya algunas novelas suyas. Tengo la sensación de estar releyendo y al mismo tiempo de estar descubriendo. Tengo la impresión de que ya he leído esto antes, en los escritos de Zweig, de Primo Levi. Sé que en el futuro ya no me deslumbrará como en estos días, pero también sé que lo leeré como la gran literatura que creo que es. Incluso subrayo algunas frases y doblo páginas (el libro es mío, puretas). Espero no avergonzarme de una estupidez transitoria al cabo de años. Creo que esta vez no.

sábado, 3 de octubre de 2015

IRRATIONAL MAN

Ni una obra menor ni una obra maestra, sino todo lo contrario.

Fui a ver Irrational man sin muchas ganas, tocado ya por la mediocridad con oficio de las últimas películas de Woody Allen. Desde Match Point no me había gustado ninguna, especialmente ese despropósito titulado Vicky Cristina Barcelona, asombrosamente agradable para muchos y que incluso le valió un Oscar a Penélope Cruz en su papel más histérico y desmadejado. Será que no entiendo. Pues efectivamente: no entiendo nada de semejante disparate.

Irrational man empieza con unos cuantos tópicos: profesor de filosofía desorientado, de vuelta de muchas cosas, en crisis, abandonado, alcohólico, con unos cuantos kilos de más, llega a una universidad tan guapa como la gente que pulula por ella. Se encuentra allí con una profesora que de inmediato comienza el asedio encamador, al mismo tiempo que una estudiante (deslumbrante, deliciosa, cautivadora Emma Stone) inicia su propio recorrido: de la admiración a la fascinación, de ahí al enamoramiento y finalmente al intercambio horizontal.

A mí, profesor de filosofía durante unos cuantos años ya, jamás me ha ocurrido tal cosa: ni se me ha presentado ninguna compañera en casa con una botella de single malt y el cuerpo ardiente, ni he notado admiración enamoradiza en las estudiantes. Claro que las mías son más pequeñas y eso ni se piensa ni se debe.

A continuación llega el giro de la película, que la transforma en una fábula moral, en un dilema como hay muchos en cualquier libro de ética, pero que arrastra a la película en su segunda parte a una temática similar a Match Point, aunque con referencias al cine de Hitchcock (Extraños en un tren). Me interesa algo más, pero en este tramo tampoco alcanza lo que podría y debería.

Salí del cine pensando que me había gustado pero.

Unos días después, más madurado el juicio, me doy cuenta de que tengo la sensación de que Woody Allen no se ha esforzado demasiado y que ha hecho un producto a medio gas. Su cine al ralentí sigue siendo mejor que la ramplona cartelera habitual. Gustará a muchos; lo que oí saliendo del cine eran comentarios favorables, pero la temática daba para mucho más y conservo una sensación epidérmica de lo que allí vi. No me basta con esas alusiones explícitas a Dostoievski, ni siquiera la cita tan gastada de Hannah Arendt acerca de la banalidad del mal.

Son muchos los que piensan que Woody Allen rueda con el piloto automático. También yo. Tiene muchos fieles, como si el director neoyorquino fuera un tótem o una fuente inagotable de ideas geniales. Yo no soy de ésos. Precisamente porque he admirado gran parte de su filmografía, por su estilo, porque hacía su cine y no películas para las salas de cine.

Joaquin Phoenix, como siempre, espléndido, un papel a su medida, creíble incluso en las escenas menos creíbles. También los demás actores están estupendos, nada que objetar. Es otra cosa lo que le pasa a la película, una suerte de decepción por haber visto algo que es bueno pero.

Y, por último, la música. En todas las películas de Woody Allen hay excelentes bandas sonoras, casi siempre de un jazz clásico y preciso. Aquí no: unos pocos compases nos acompañan de principio a fin, machaconamente, escoltando a  la filosofía, al sexo y al footing. Menos mal que Emma Stone, a veces, interpreta a Bach al piano…

Finalmente, un consejo: no se fíen de los profesores de filosofía que saben reparar ascensores ni de las novias que, cuando ganan en la feria, prefieren como regalo una linterna a una muñeca pepona.