Hace poco estuve en una sencilla y emotiva ceremonia. Un
primo lejano (pero querido) había muerto en Madrid, donde fue incinerado. No
pude asistir al acto, pero sí, unas semanas después, a otro. La familia tiene
una tumba en una ciudad castellana en la que van depositando las cenizas de los
que fallecen. Éramos menos de veinte personas. Un empleado se introdujo en el
agujero, dejó la urna y un par de ramos de flores y se fue.
Los hermanos
leyeron un párrafo del último libro que estaba leyendo, apenas unas horas antes
de morir. Era Viaje a la Alcarria, y
contaba el momento en que el viajero sale de Pastrana. Después, en un simple teléfono
móvil, escuchamos el Concierto de
Aranjuez, una de sus músicas favoritas.
Su hermano mayor me explicó que en el tanatorio de Madrid el
cura se negó a que sus familiares leyesen esas líneas y sonase la música. Le
pareció “poco apropiado”.
Caridad se llama eso, le dije. Pensé que entre tanta gente en
la Iglesia que es capaz de ofrecer consuelo (y a los que pagan por eso), les
tocó un cerril, un cenutrio integrista, un ortodoxo que no entiende que el
protagonista de la ceremonia no es él.
A mí también
me gusta el Concierto de Aranjuez. Fuiste
un buen tipo, J.
En realidad el cura no ha perpetrado una excepción.
ResponderEliminarA mí me parece que la ceremonia fue apropiada y bella. Ese detalle del Concierto de Aranjuez al móvil me conmueve.
Creo que el compromiso de muchos religiosos con la caridad es admirable. Lo digo sin reservas. En otros casos se trata de un caritativismo que mantiene los “palios” del sombrajo/negocio.
Un abrazo para ti y la familia.
Me gusta tu última frase. Dice mucho de él. Y de tí.
ResponderEliminarOtro abrazo.
Hola Atticus. ¡Lo siento mucho!! Lo de la Iglesia es tema espinoso, pero creo sinceramente que lo de ese cura no fue una excepción, por desgracia.
ResponderEliminarAbrazos fuertes
Ahora mismo en mí confluyen alfiles de tristeza y belleza. No puedo evitar emocionarme pensando en tus palabras mientras suena el Concierto de Aranjuez. Un fuerte abrazo, Atticus.
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ResponderEliminarEstas Navidades perdí para siempre a dos amigos. Ella, Y. era católica y participaba en su comunidad religiosa, su funeral se celebró siguiendo este rito. Aunque a mí ya me queda lejos, pude apreciar sinceridad en las formas y consuelo entre los familiares.
Él, P. hacía mucho tiempo que ya no comulgaba con el catolicismo –por más que figurase en el censo por haber sido bautizado- y también fue despedido con una misa. Fue su inesperada muerte lo que dejó a la familia sin respuesta para otro tipo de ceremonias, la católica, por estándar, se impuso. El resultado fue una pantomima de la que todos salimos enojados por la tosquedad y estupidez del cura.
Ello me hizo pensar en la necesidad que tenemos de ritos: de bienvenida, de paso, o de despedida. Bien lo sabía la Iglesia, que los secuestró poniéndolos a buen recaudo bajo su cuño. Es hora de dar alternativas civiles: sencillas, accesibles y adecuadas.
No conozco demasiados curas. Pero sí he estado en alguna que otra ceremonia de todo tipo. Me sorprende que unos pongan empeño, energía y entusiasmo y otros tan solo oficio y desdén. Los sacramentos son importantes para los que los reciben (o debería ser así). En el caso de un entierro, además, la desolación de los familiares y amigos precisa algo más que una letanía de lugares comunes. Algunos lo consiguen. Otos... mejor no seguir. No sé, por lo tanto, cuántas son las excepciones o si lo son. Pero si a uno le toca uno de esos funcionarios de la religiosidad, va listo.
ResponderEliminarPorque necesitamos de los ritos. Un filósofo del que he hablado otras veces, Comte-Sponville, decía en un libro titulado "El alma del ateismo" que, en algunos casos, hay modos civiles de sustituir al rito religioso, pero en el caso de las últimas despedidas, aún no hemos encontrado fórmulas eficaces. Será porque es el final y el hasta dónde y el hasta cuándo. Lo laico no tiene respuestas. Creo que tampoco consuelos.
Por eso justamente me pareció adecuado algo tan simple: unas palabras, un poco de música que agradaba al difunto. Y, si no ha cambiado mucho su familia más próxima, a recordar a J. con alegría. Porque me gusta de ellos ese recuerdo de quien ha dado años de felicidad, conversación, compañía, inteligencia. Nunca les he oído hablar de su padre, luego de su madre, con pena, sino con agradecimiento, lo que no excluye la pena, pero colma ese agujero con el brillo de una vida que mereció la pena. Los que quedan lo creen; seguramente fue así.