No soy nostálgico. Tampoco el título de este post responde a balbuceos del teclado.
Hace no demasiado volví a la ciudad en la que viví mi
infancia y adolescencia. Tenía tiempo y recorrí sus calles.
Vi un barrio de casas que en el pasado fueron más que
humildes. La mayor parte habían sido restauradas y parecían otra cosa. En algunas
se habían instalado algunos negocios: una agencia de viajes, un negocio de uñas
y un despacho de abogados, entre otros. Me gustó el cambio.
El colegio donde cursé la EGB estaba cerca. No había cambiado
demasiado, aunque se veía más lustroso. El recreo había terminado hacía poco y
aún se oía el estruendo de la chiquillería por las escaleras. A nosotros nos
hacían formar y subíamos en silencio. Eso sí, ya no se cantaba el «Cara al sol» y se rezaba a criterio del
profesorado al comienzo de las clases. O sea, poco.
Cerca de la escuela estaba mi casa, un edificio de tres
portales, dos plantas con doce viviendas en total. No quedaba ni rastro. Lo
demolieron hace tiempo y en el solar se yergue un espantoso edificio. Tampoco
es que fuera maravilloso el que fue mi domicilio.
A pocos metros había unos chalets de gente bien. Allí
seguían, incluso mejor que entonces, todos impecables. Recuerdo que en uno
había un árbol con una rama gruesa de la que colgaba un columpio. Ya no hay
columpio ni árbol: solo césped muy cuidado. En uno de esos vivió una novia que
tuve, ignoro si sigue habitando en esa casa, sus padres seguramente habrán
fallecido. Hace más de veinte años que no sé nada de ella y tampoco tengo
deseos de saber.
En los alrededores vivían dos amigos de infancia, de los que
tampoco sé nada desde hace décadas. En casa de uno olía siempre a sopa y a algo
que no he sabido identificar pero que me desagradaba profundamente. Su madre
estaba siempre enfadada y gritaba. El otro era hijo de un guardia civil y vivía
en la casa cuartel. Ambos eran niños silenciosos, educados, incluso un tanto
temeroso el primero.
A sus domicilios no me he acercado. He ido en otra dirección,
una avenida que comienza con un bar en el que me recuerdo de niño alguna vez,
con mi padre, que me mandaba enfrente a comprar el periódico en un quiosco, en
el que también adquiría chicles y barras de regaliz. No hay rastro de ellos.
Más abajo estaba la gestoría donde trabajaba mi padre y que
desapareció hace muchísimos años. La gestoría, también él: lo recuerdo al pasar
por la calle, inclinado sobre unos papeles, concentrado. Me gustaba ver su
firma.
A veces me llevaba a un bar-restaurante que había justo al
lado. Recuerdo que la dueña era una mujer que entonces me parecía mayor, muy
elegante, con un nombre evocador, que era el del local. Descubrí con cierta
decepción que el local tomaba el nombre de la calle en la que estaba ubicado.
Tampoco existe ya.
Justo enfrente hay una iglesia. A mediados de los setenta,
pero con Franco aún vivo, vi las primeras pintadas de mi vida: eran elogios a
Falange Española y había también un dibujo de José Antonio, el mismo que
presidía, junto con el crucifijo y el retrato del caudillo, la pared de todas
las aulas. Confieso que aquello me inquietó.
A unos metros había una especie de supermercado para
empleados de una gran industria. Fui una vez con mi madre, con el carnet de una
amiga. Era inmenso y los precios más baratos que la tienda de ultramarinos en
la que comprábamos. Mi madre llevó botellas vacías para llenarlas de aceite de
oliva, algo que hoy resulta raro, inconcebible, incluso ilegal. Ese
establecimiento debió cerrar hace mucho; a través de alguna ventana rota se ve
el interior: devastado, pintarrajeado, con el techo cayéndose.
Pared con pared había un local en el que se tomaban copas y
se bailaba, en verano en los jardines. Entonces era lo más chic y
supermoderno. Aún funciona, con aire muy decadente.
Veo negocios que entonces ni imaginábamos: bares de copas, de
tapas, una panadería artesana, una terraza que ha reciclado sabiamente un
quiosco de periódicos…
Camino de casa, paso por un local de un partido político
abandonado (el local y el partido), por el BBVA ─que sigue al pie del préstamo
hipotecario, antes solo Banco de Vizcaya─, por una bodega de rancio abolengo que ha remodelado
con estilo la hija del dueño, por el bar (cerrado y en venta) en el que tomé mi
primer Martini, por el lugar en el que hubo un cine y hoy es una tienda de
ropa, por el otro cine que hoy es un bingo…
Cuando ya estaba acabando el instituto y empezando la
carrera, iba a menudo a un disco-bar. Todos acudíamos allí. Unos años después,
cuando ya me había marchado de esa ciudad, me dijeron que el dueño lo había
vendido porque su pareja murió. El lugar agonizó unos años. La última vez que
estuve lo regentaban unos jovencitos sin la menor idea del negocio. Cambiaron
el nombre y no funcionó. Iba mucho con esa novia del chalet. Allí nos besamos
como si no existiera nadie más, también en un pub oscuro que ahora es un
restaurante chino.
Regreso a casa. Tuve otro amigo que puso un negocio. Paso por
delante: está cerrado y el cartel que propone su venta ha perdido el color. No
echo de menos a ese amigo que seguramente no lo era tanto.
Releo lo que he escrito y parece que es un relato nostálgico
de mi pasado. No es así. Me ha gustado volver y no. Se vive siempre hacia el
futuro. No soy nostálgico.
Procedencia de la imagen:
https://neopraxis.mx/5-consejos-para-evitar-los-efectos-negativos-de-la-nostalgia/
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